Hubo una vez una isla donde habitaban todas las emociones y todos los sentimientos humanos que existen. Convivían, por supuesto, el Temor, la Sabiduría, el Amor, la Angustia, la Envidia, el Odio. Todos estaban allí. A pesar de los roces naturales de la convivencia, la vida era sumamente tranquila e incluso previsible. A veces la Rutina hacía que el Aburrimiento se quedara dormido, o el Impulso armaba algún escándalo, pero muchas veces la Constancia y la Conveniencia lograban aquietar al Descontento.
Un día, inesperadamente para todos los habitantes de la isla, el Conocimiento convocó una reunión. Cuando la Distracción se dio por enterada y la Pereza llegó al lugar del encuentro, todos estuvieron presentes.
Entonces, el Conocimiento dijo:
Tengo una mala noticia que darles: la isla se hunde.
Todas las emociones que vivían en la isla dijeron:
¡No, cómo puede ser! ¡Si nosotros vivimos aquí desde siempre!
El Conocimiento repitió:
La isla se hunde.
¡Pero no puede ser! ¡Quizá estás equivocado!
El Conocimiento casi nunca se equivoca -dijo la Conciencia dándose cuenta de la verdad-. Si él dice que se hunde, debe ser porque se hunde.
¿Pero qué vamos a hacer ahora? -se preguntaron los demás.
Entonces, el Conocimiento contestó:
Por supuesto, cada uno puede hacer lo que quiera, pero yo les sugiero que busquen la manera de dejar la isla… Construyan un barco, un bote, una balsa o algo que les permita irse, porque el que permanezca en la isla desaparecerá con ella.
¿No podrías ayudarnos? -preguntaron todos, porque confiaban en su capacidad.
No -dijo el Conocimiento-, la Previsión y yo hemos construido un avión y en cuanto termine de decirles esto volaremos hasta la isla más cercana.
Las emociones dijeron:
¡No! ¡Pero no! ¿Qué será de nosotros?
Dicho esto, el Conocimiento se subió al avión con su socia, y llevando de polizón al Miedo, que como no es tonto se había escondido en el motor, dejaron la isla.
Todas las emociones, en efecto, se dedicaron a construir un bote, un barco, un velero… Todas… salvo el Amor.
Porque el Amor estaba tan relacionado con cada cosa de la isla que dijo:
Dejar esta isla… después de todo lo que viví aquí… ¿Cómo podría yo dejar este arbolito, por ejemplo? Ahh…, compartimos tantas cosas…
Y mientras las emociones se dedicaban a fabricar el medio para irse, el Amor se subió a cada árbol, olió cada rosa, se fue hasta la playa y se revolcó en la arena como solía hacerlo en otros tiempos. Tocó cada piedra… y acarició cada rama…
Al llegar a la playa, exactamente desde donde el sol salía, su lugar favorito, quiso pensar con esa ingenuidad que tiene el amor:
Quizá la isla se hunda por un ratito… y después resurja… ¿Por qué no?
Y se quedó durante días y días midiendo la altura de la marea para revisar si el proceso de hundimiento no era reversible…
La isla se hundía cada vez más…
Sin embargo, el Amor no podía pensar en construir, porque estaba tan dolorido que sólo era capaz de llorar y gemir por lo que perdería.
Se le ocurrió entonces que la isla era muy grande, y que aun cuando se hundiera un poco, él siempre podría refugiarse en la zona más alta… Cualquier cosa era mejor que tener que irse. Una pequeña renuncia nunca había sido un problema para él.
Así que, una vez más, tocó las piedritas de la orilla… y se arrastró por la arena… y otra vez se mojó los pies en la pequeña playa que otrora fue enorme…
Luego, sin darse cuenta demasiado de su renuncia, caminó hacia la parte norte de la isla, que si bien no era la que más le gustaba, era la más elevada…
Y la isla se hundía cada día un poco más…
Y el Amor se refugiaba cada día en un espacio más pequeño…
Después de tantas cosas que pasamos juntos… -le reprochó a la isla.
Hasta que, finalmente, sólo quedó una minúscula porción de suelo firme; el resto había sido tapado completamente por el agua.
Justo en ese momento, el Amor se dio cuenta de que la isla se estaba hundiendo de verdad. Comprendió que, si no dejaba la isla, el amor desaparecería para siempre de la faz de la Tierra…
Caminando entre senderos anegados y saltando enormes charcos de agua, el Amor se dirigió a la bahía.
Ya no había posibilidades de construirse una salida como la de todos; había perdido demasiado tiempo en negar lo que perdía y en llorar lo que desaparecía poco a poco ante sus ojos.
Desde allí podría ver pasar a sus compañeros en las embarcaciones. Tenía la esperanza de explicar su situación y de que alguno de sus compañeros le comprendiera y le llevara.
Observando el mar, vio venir el barco de la Riqueza y le hizo señas. La Riqueza se acercó un poquito a la bahía.
Riqueza, tú que tienes un barco tan grande, ¿no me llevarías hasta la isla vecina? Yo sufrí tanto la desaparición de esta isla que no pude fabricarme un bote…
Y la Riqueza le contestó:
Estoy tan cargada de dinero, de joyas y de piedras preciosas, que no tengo lugar para ti, lo siento… -y siguió su camino sin mirar atrás.
El Amor siguió observando, y vio venir a la Vanidad en un barco hermoso, lleno de adornos, caireles, mármoles y florecitas de todos los colores. Llamaba mucho la atención.
El Amor se estiró un poco y gritó:
¡Vanidad… Vanidad… Llévame contigo!
La Vanidad miró al Amor y le dijo:
Me encantaría llevarte, pero… ¡Tienes un aspecto!… ¡Estás tan desagradable… tan sucio y tan desaliñado!… Perdón, pero creo que afearías mi barco -y se fue.
Y así, el Amor pidió ayuda a cada una de las emociones. A la Constancia, a la Serenidad, a los Celos, a la Indignación y hasta al Odio. Y cuando pensó que ya nadie más pasaría, vio acercarse un barco muy pequeño, el último, el de la Tristeza.
Tristeza, hermana -le dijo-, tú que me conoces tanto, tú no me abandonarías aquí, eres tan sensible como yo… ¿Me llevarías contigo?
Y la Tristeza le contestó:
Yo te llevaría, te lo aseguro, pero estoy taaaaaaaaan triste… que prefiero estar sola. -Y sin decir más, se alejó.
Y el Amor, pobrecito, se dio cuenta de que por haberse quedado ligado a esas cosas que tanto amaba, él y la isla iban a hundirse en el mar hasta desaparecer.
Entonces, se sentó en el último pedacito que quedaba de su isla a esperar el final…
De pronto, el Amor escuchó que alguien chistaba:
Chst-chst-chst…
Era un desconocido viejito que le hacía señas desde un bote de remos. El Amor se sorprendió:
¿A mí? -preguntó, llevándose una mano al pecho.
Sí, sí -dijo el viejito-, a ti. Ven conmigo, súbete a mi bote y rema conmigo, yo te salvo.
El Amor le miró y quiso darle explicaciones:
Lo que pasó fue que me quedé…
Entiendo -dijo el viejito sin dejarle terminar la frase-, sube.
El Amor subió al bote y juntos empezaron a remar para alejarse de la isla. No pasó mucho tiempo antes de ver cómo el último centímetro que quedaba a flote terminó de hundirse y la isla desaparecía para siempre.
Nunca volverá a existir una isla como ésta -murmuró el Amor, quizá esperando que el viejito le contradijera y le diera alguna esperanza.
No -dijo el viejo- como ésta, ninguna.
Cuando llegaron a la isla vecina, el Amor comprendió que seguía vivo. Se dio cuenta de que iba a seguir existiendo.
Giró sobre sus pies para agradecerle al viejito, pero éste, sin decir una palabra, se había marchado misteriosamente como había aparecido.
Entonces, el Amor, muy intrigado, fue en busca de la Sabiduría para preguntarle:
¿Cómo pudo ser? Yo no lo conozco y me salvó… Nadie comprendía que me hubiera quedado sin embarcación, pero él me ayudó, él me salvó y yo ni siquiera sé quién es…
La sabiduría lo miró a los ojos un buen rato y dijo:
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Eleanor Roosevelt 1884-1962. Defensora de los derechos sociales, diplomática y escritora estadounidense, esposa del presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt.