Se llamaba Isabel, y todos decían que tenía nombre de reina. Y aquello no era tan raro, porque Isabel algún día sería reina, ya que para eso era una princesa que vivía en un palacio y tenía sirvientes a los que daba órdenes sin parar, vestidos con piedras preciosas de los que se cansaba enseguida y todas esas cosas lujosas que tienen las princesas de cuentos. Isabel también tenía un dragón tan torpe que siempre tenía que castigarle en un rincón y un padre al que le gustaba llevarle la contraria. Sin embargo, a pesar de su nombre de reina y todos sus lujos, Isabel no sonreía mucho ni se sentía muy feliz. Pasaba el día enfadada porque no tenía amigos, pero a su vez, no tenía amigos porque pasaba todo el día enfadada.
Un día, decidió llamar a su hada para que le cumpliera su deseo:
— ¡Ya era hora de que aparecieras! Venga… rápido… ¡cumple mis deseos: quiero tener amigos!
El hada, a la que no le gustaba nada que le hablaran de malos modos, exclamó con su voz de pito:
— Un poco de amabilidad, señorita. Con esos modales nunca tendrás un amigo. A los amigos se les habla con cariño, se les pide las cosas por favor. ¡Me marcho! Ya veo que no me necesitas…
Y el hada desapareció. Isabel, enfadada, gritó, lloró de rabia y finalmente, muy bajito, pidió por favor, por favor, por favor, que el hada volviera. Y como lo había pedido por favor, el hada regresó.
— Antes de conocer el mundo y de tener amigos, debes aprender a sonreír. ¡No se puede estar enfadada todo el día, querida princesa! —dijo el hada, tocando a la princesa con su varita mágica.
Un segundo después, Isabel estaba rodeada de barro junto a una casa que olía peor que la torre en la que tenía encerrado a su dragón.
— ¿Por qué me habrá traído esta hada aquí? ¡¡Qué asco!! Si aquí sólo hay animales. Así cómo voy a tener amigos, ¡cómo no voy a enfadarme todo el rato!
Isabel continuó caminando muy enfadada entre todas aquellas vacas que mugían y aquellas gallinas que la seguían a todas partes, hasta que se encontró a un niño roncando en una silla junto a un perro pastor. Además de roncar, aquel niño tenía la sonrisa más grande y más bonita que Isabel había visto nunca. Isabel esperó a que el muchacho se despertara.
Quizá, pensó, él puede ser mi amigo. Pero la paciencia de Isabel era tan pequeña como su sonrisa, así que no habían pasado ni dos minutos cuando empezó a molestarle el ronquido del niño, la sonrisa enorme en la boca y sobre todo… ¡que no se despertara para ella!
— Pero bueeeeeeeno… ¡ya está bien! ¡¡Deja de roncar!! —dijo Isabel mientras le zarandeaba muy enfadada.
El niño se despertó un poco despistado, pero sin dejar de sonreír.
— ¡Qué sorpresa más agradable! ¡Una niña con la que jugar! Aunque una niña un poco enfadada…
— ¡¡Yo no estoy enfadada!! —exclamó muy enfadada Isabel.
El niño no pareció inmutarse con los gritos de Isabel; al contrario, estaba muy contento de tener compañía, aunque fuera la compañía de aquella princesa enfadada, y era tan amable y tan sonriente que a Isabel se le quitó el enfado en un periquete.
El niño, que sonreía siempre, le contó que se llamaba Miguel y que vivía solo en aquella granja, pero que no se sentía solo porque todos aquellos animales eran sus amigos. Isabel, a su vez, le contó que en su palacio tenía caballos con alas y hasta un dragón, pero que no tenía ni un solo amigo.
— A lo mejor no tienes amigos porque te pasas el día enfadada… —sugirió Miguel.
— ¡¡Yo no me paso el día enfadada!! —exclamó muy enfadada Isabel y se marchó a un rincón de la granja con cara de pasa arrugada.
Miguel siguió jugando con los animales sin parar de sonreír. Parecía tan feliz y su sonrisa era tan bonita, que a Isabel se le pasó el enfado.
— Es fácil. Cuando me levanto por la mañana, lo primero que hago es sonreírle al espejo. Y con esa sonrisa me voy a todas partes. Sonrío a los perros, a mi vaca, a las gallinas... ¡sonrío hasta a las princesas enfadadas como tú! Y de tanto sonreír, la alegría se me mete dentro y todo me parece mucho mejor y ya no encuentro motivos para enfadarme. Prueba a hacerlo.
Isabel pensó que aquel plan era de lo más absurdo. Pero como no tenía nada que perder, comenzó a sonreír. Estaba tan poco acostumbrada que al principio hasta los músculos de la cara le dolían. Pero después de un rato jugando con los animales y sin parar de sonreír, Isabel se dio cuenta de que ya no le dolía la cara al hacerlo y que además ya no tenía ganas de enfadarse.
Isabel y Miguel se pasaron toda la tarde jugando con los animales y sin parar de sonreír. Cuando comenzaba a anochecer, de repente, apareció el hada.
— Muy bien, Isabel, ¡has conseguido olvidar tu enfado y sonreír! Y tus deseos se han cumplido. Tienes un amigo y tendrás muchos más ahora que has dejado de estar enfadada.
Y así fue como Isabel empezó a tener amigos y dejó de ser para siempre la princesa enfadada.
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Alain 1868-1951. Nacido Émile Chartier. Filósofo y ensayista francés.